El Carsawene

(capítulo 7 de la novela)

Con la marea de la mañana, el 2 de diciembre de 1897, el capitán Louis Aurélien hizo largar velas. El sol brillaba, el mar estaba casi plano. Cuando la corriente de flujo que entraba en el río empezó a perder fuerza, hizo fijar las gavias y las velas de estay. La tripulación viró el ancla hasta el escobén e izó los foques. La Némesis giró sobre sí misma, tomó velocidad con viento de popa y empezó a remontar el Carsawene.

Los rápidos del río Carsawene
Los rápidos del río Carsawene

Desde ambos lados de la proa, dos marineros iban indicando mediante sondas profundidades tranquilizadoras. Con ayuda del timón, el barco maniobró sin dificultad en el estrecho durante casi una hora. De repente, al acercarse a un recodo del río, una pequeña ráfaga de viento, aparentemente inofensiva, hizo que éste cambiara de este a sudeste. Desde su llegada al Cunani, Louis había observado estas rachas, aumentaban la brisa sin traer nunca un cambio de dirección. Mientras orientaba el velamen, la corriente seguía empujándole fuera del estrecho, hacia donde se hacía imposible echar el ancla. Como la velocidad y el espacio eran insuficientes para maniobrar hacia el viento, intentó cambiar a viento de popa, volver a poner la proa río abajo. Desgraciadamente, la virada fue demasiado corta y, cuando pensaba haber superado el punto crítico, oyó el agua chapotear contra el costado expuesto a alta mar. Era la corriente que rebotaba contra el casco. La Némesis había encallado por la popa.

Al momento, se reprochó su mala decisión. Pero enseguida, dejó ese examen para más tarde: la situación era peligrosa. Envió un bote a tender un anclote en la dirección del estrecho. Hizo pasar la mercancía de atrás hacia delante de la cala, donde hubiera un vacío que permitiera el almacenaje. Los esfuerzos por medio del molinete permitieron avanzar algunos metros, pero fue imposible desenterrar la parte trasera del barco que estaba demasiado clavada en el cieno. El capitán de veinticinco años de edad había decidido, él solo, aventurarse en un río desconocido, donde un vapor de fondo plano se lo habría pensado. Y en menos de un día, ya había encallado.

Con la marea baja, descendió a examinar el casco desde el exterior. El tres-mástiles reposaba bien derecho sobre un banco de cieno blando. Con alivio, constató que el barco no hacía aguas. Fue sólo un consuelo temporal puesto que, con la marea alta de la tarde, el mar creció y las olas empezaron a golpear el costado del barco. La Némesis comenzó a balancearse de forma desordenada, tocando fondo con la parte trasera de la quilla, dando sacudidas que estremecieron la obra viva y la arboladura. Los golpes repetitivos debilitaron el casco cuyas junturas empezaron a ceder. Hizo falta poner en marcha la bomba para desaguar la cala. Con la siguiente marea baja, las huellas dejadas sobre la arena mostraron que la Némesis se había vuelto a acercar a la orilla.

Louis sabía que la marea viva había pasado hacía tres días; la siguiente no llegaría hasta el 10 de diciembre. La Némesis corría el riesgo de quedarse más de una semana sobre su banco de arena, expuesta al viento y a las olas de alta mar. ¿Resistiría si se soltaran sus anclas? Pasó la peor de sus noches en el mar desde el naufragio de la France.

Para aligerar el barco, hizo bajar al agua la gran yola. Su fondo plano iba a permitir a la tripulación cargar parte de las planchas onduladas y transportarlas a tierra.

Morvan le preguntó a su tío:

– ¿Por qué esforzarse tanto para llevar las planchas? Si las dejáramos sobre la arena, las volveríamos a encontrar en la siguiente marea baja.

– Entre el fondo inestable y las corrientes, se corre el riesgo de que se dispersen. Si hacemos esto, nos costará recuperarlas.

– Entonces, podríamos ponerlas sobre tablones: cuando la marea las cubra, no se hundirán en la arena. Y para que resistan las corrientes, haría falta mantenerlas con un peso.

Se adoptó la proposición del grumete. Y los indios de la selva amazónica pudieron ver el extraño espectáculo de un tres-mástiles posado derecho sobre un banco de arena, rodeado de montones de planchas onduladas bien puestas y coronadas con un paquete de cadenas de ancla.

Con cada marea alta, se hacía una nueva tentativa de desembarranco, siempre seguida de una decepción. Después la esperanza renacía, aumentando a medida que se acercaba la marea viva. La ansiedad también: «¡No nos vamos a quedar aquí hasta el equinoccio de primavera!» Por fin, la noche del 9 de diciembre llegó. Todos los medios de a bordo, todos los brazos fueron movilizados. Cada uno sabía lo que tenía que hacer: «Todos a tirar, empujar o girar, y al primer movimiento, Yvon a coger el timón, Efik el cabrestante; Yann tesa mientras los demás saltan a la arboladura para poner las velas.»

A las cinco de la madrugada había marea alta, sería ahora o nunca. Soplaba un ligero viento, paralelo a la costa. La luna casi llena se reflejaba en los remolinos del río. Empezó la última tentativa. Los dos pasajeros no fueron los únicos que sudaron sobre el molinete. El capitán mismo se empeñó con todos sus músculos de bachiller. Igual que en las anteriores mareas, la parte delantera empezó a flotar, reactivando las esperanzas. Los esfuerzos permitieron a la Némesis avanzar – o más bien retroceder, puesto que había que salir por detrás. Ya se habían desplazado un metro o dos. Había que seguir, e inmediatamente, aprovechar la mejor marea. Los hombres se animaban mutuamente con gran cantidad de «¡ea!» y «¡hala!». A pesar de las esperanzas iniciales, la Némesis se quedó inmóvil. La parte trasera estaba desesperadamente pegada al cieno del fondo. Entre los primeros marineros había quienes soltaban el calabrote o la palanca del cabrestante, mientras que el resto perseveraba para probarse a sí mismos su rechazo a la fatalidad. Hubo que admitir que habían encallado, esta vez de verdad. Era una nueva y dramática derrota ya que de ahora en adelante las mareas irían disminuyendo cada día. Morvan dio una patada de rabia a la cafetera que había preparado para levantar los ánimos. Cloître se dejó caer sobre un montón de jarcias. Louis se encerró en la soledad del fracaso.

Como para burlarse de ellos, se levantó una ráfaga de viento, sin duda hermana de la que les había hecho embarrancar. La luna se ensombreció. Y nuevamente, a la vez que la brisa se intensificaba, cambió de dirección. Pronto, una verdadera borrasca empezó a soplar desde alta mar. Aunque la hora de la marea alta ya había pasado, la afluencia de agua empujada por el viento hizo que subiera el nivel del río. Como un perro cuando se sacude, un temblor sacudió a la Némesis. Ninguna voz se elevó de entre el silbido de los obenques; en un instante, todos volvieron a sus puestos. Para aprovechar esta oportunidad, el capitán intentó una maniobra poco ortodoxa que, sin embargo, salvó al barco. Dio la orden de poner el foque grande. El viento, introduciéndose en la vela, hizo girar el casco orientándolo hacia el río. El mar y los músculos hicieron el resto. La Némesis flotaba. Quince gritos de alegría acompañaron al barco hasta el estrecho.

A las seis, el viento había amainado, la Némesis echaba anclas a unos cuarenta metros de la orilla con doce metros de profundidad. Para mayor seguridad, el gran bote fue enviado a tierra para pasar un cabo alrededor de un árbol. Nadie puso pegas cuando el capitán propuso acompañar el almuerzo con un trago de ron.

 

A los dos días, el tres-mástiles retomó su ruta río arriba. A fuerza de maniobrar con las velas, utilizando corrientes y mareas para ir pasando entre los bancos de arena, fue remontando el río recodo a recodo. Por la tarde, fondearon a un kilómetro de la desembocadura. El estrecho era profundo y angosto, limitado en el lado tierra por un talud de cieno duro, casi vertical. Durante la estoa, con el agua calma, el anclaje era tan seguro como permitía el río. Sin embargo, durante el reflujo, la corriente empujó brutalmente la proa contra la orilla. La tripulación se apresuró a recoger el botalón de petifoque. El bauprés y el castillo delantero se metieron profundamente entre los árboles, con un estrépito de ramas rotas. Los hombres intentaron salir del mal paso virando con el molinete, pero no había esperanza de luchar contra la corriente, era necesario esperar a que ésta cambiase de sentido antes de poder liberarse. La Némesis tuvo que pasar parte de la noche en esta posición incómoda.

Mientras el marinero Kerbrat vigilaba los movimientos del barco procurando minimizar los daños, un alarido traspasó sus oídos. Uno de esos gritos salvajes que hacen que uno se sobresalte, para después quedar inmovilizado, mientras el corazón intenta a duras penas recuperar su ritmo. Un alarido que da la certeza de un drama irremediable. La muerte quizá, o peor, el remolino de agua sin fondo que muestra la puerta del infierno de los marineros. Siguió otro grito, salido de una garganta igualmente desesperada. A la luz de la luna, Kerbrat vio dos monos gritones persiguiéndose entre la arboladura. Treparon a la verga de trinquete donde se instalaron apaciblemente para observar el espectáculo antropológico que se desarrollaba bajo ellos.

 

A pesar de la eficaz ayuda de Félix que conocía perfectamente el río, a la Némesis y a su tripulación les hicieron falta seis días para remontar los ocho kilómetros que les separaban del pueblo. En más de una ocasión embarrancaron y volvieron a salir. Pensaron que el barco se hundía, inclinado sobre su costado por la fuerza de la corriente que lo cogía de través. Pero iban teniendo cada vez más experiencia y, tras una semana, volver a embarrancar ya no asustaba a nadie. El optimismo había vuelto al seno de la tripulación. Kerbrat expresaba la opinión general diciendo que con la Némesis y el Bachiller, pasarían el Cabo de Hornos con el viento en contra en una semana. Acercándose a Amapá, el río se estrechó a menos de doscientos metros de ancho. Aquí, a la vuelta del último recodo, descubrieron el primer rápido, el salto Daniel, cuyo desnivel era de varios metros. Hacía falta un esfuerzo para poder imaginarse una piragua bajando por un tobogán así. Difícilmente se distinguían las rocas en la densa llovizna provocada por la explosión de las olas. Era evidente que ningún barco iba a remontar más allá: habían llegado a su destino. Bajo la dirección de Félix, entraron en la calma y profunda ensenada, antes de las cataratas, y se amarraron al único pontón. Toda la población se hallaba reunida para acoger al tres-mástiles y a sus hombres y cargamento. A pesar de algunas tentativas que hizo el capitán sin mucha convicción para establecer la calma, la tripulación efectuó las últimas maniobras en un ambiente de kermés. Desde la orilla, los lugareños lanzaban frutas a los marineros, provocando las risas cada vez que un mango o una naranja verde rebotaba contra el casco y caía al agua. A los guiños de las jóvenes que se daban empujones en el límite del embarcadero, los marineros respondían con sus mejores sonrisas. Tras cinco semanas de navegación, el peine y la navaja de afeitar volverían a salir de los cajones. El jabón también. Morvan, el primero en saltar a tierra, tuvo que renunciar a los abrazos y cumplir con su misión: pasar una amarra alrededor de un cedro caoba para inmovilizar el barco contra el pontón.

 

El pueblo de Amapá – la capital – se extendía en medio de un amplio claro. Los caminos rojos de laterita se cortaban en ángulos rectos, delimitando los espacios en los que se levantaban las construcciones. En su mayoría, las casas estaban construidas con ladrillos de tierra cruda, simples casas o cabañas recubiertas de follaje. Las más lujosas dominaban el paisaje desde la altura de sus pilotes, probablemente como precaución contra los animales salvajes. Eran numerosos los muros ennegrecidos por el incendio, o con marcas dejadas por el asalto de la armada de Amapá. Algunos pájaros volaban aquí y allá, flamencos, papagayos. Alrededor, más allá de la empalizada que rodeaba la ciudad, se extendía sombría, hostil, la selva.

Louis esperaba encontrarse con un pueblo desprovisto de todo. Desde la muerte de Jules Gros, primer – y único – presidente del Cunani, el estatuto de la república se mantenía incierto. Brasil y Francia seguían reivindicando el territorio que merecía más que nunca el calificativo de «contestado». Por suerte, las disputas estaban limitadas a las cancillerías y no habían afectado a la riqueza de la capital: el río seguía arrastrando partículas de oro y los mineros descubriendo pepitas. Por ello la ciudad hacía alarde de una cierta prosperidad. En las estanterías de las tiendas completamente abiertas se encontraba champaña, retales de seda importados de Francia, sombreros que no habrían deslucido en un paseo por el bosque de Boulogne. Delante del embarcadero, un cartel de madera pintado decía: «Al bulevar de París». Era el establecimiento de la Sra. Guiguite, una casa respetable donde las señoritas sólo aceptaban francos de la Guayana. Al otro extremo del pueblo se levantaba la iglesia, que el cura brasileño, Jesu, había podido salvar convenciendo a los incendiarios. En ella, al igual que en la casa parroquial contigua, resonaban las llamadas de un grupo de monaguillos mestizos. La opulencia, sin embargo, no podía esconder la debilidad de Amapá: carencia de lo necesario, su defensa, su supervivencia misma, estaban en juego; la expedición de Cabralzinho lo había demostrado. A la capital le hacían falta los materiales de construcción que la Némesis traía en sus calas. La bienvenida que recibió la tripulación fue proporcional al alivio de los cunanienses.

«¡Bienvenido al paraíso verde!» había exclamado Félix, antes de añadir: «Aquí, las bestias más feroces vuelan. ¡Y pican!» Efectivamente, la primera noche que Louis pasó en tierra fue una sucesión de luchas. Y eso que había controlado el hermetismo de la mosquitera que protegía su hamaca. Constató amargamente que los mosquitos del Carsawene debían ser de una raza especial, la que sabe replegar las alas para colarse a través de las estrechas mallas de una red de gasa. Y como si su reposo no hubiera sido interrumpido suficientemente, cuando consiguió cerrar un ojo, un disparo de fusil le hizo sobresaltar.

– Sólo son los brasileños que disparan a la bandera francesa, le dijo Félix para tranquilizarle. He sido yo quien la he izado sobre la factoría en su honor. Nada peligroso, el plomo rebota contra la plancha ondulada.

Decididamente, Louis tenía mucho que aprender sobre las costumbres ecuatorianas.

 

Como en Bordeaux, la logística de almacenaje de la mercancía correspondía al segundo. Durante el día, la tripulación se ocuparía de la descarga bajo la supervisión de Gaborit.

Por la tarde, podrían relajarse en las calles de Amapá, dejando el barco bajo la vigilancia de un marinero. Unos cuantos días sin acontecimientos, pensaba Louis, que permitirían que se recuperaran después de la tensión sentida últimamente.

Sabía por experiencia lo desagradable que es para un segundo estar bajo la mirada del capitán. Para relajarse, y para alejarse de su barco, emprendió la exploración de esta región desconocida que, al igual que Guayana, parecía destinada a integrarse en la República francesa. Félix les llevó, a él y a Joaquín, a dar paseos a caballo, en piragua o a pie. Volvían con las libretas llenas de descripciones y croquis de animales, plantas, paisajes. Sus excursiones proveían además a la tripulación de caza que preparaba el cocinero Mathieu.

Una tarde, los tres hombres volvían de cacería, seguidos de dos portadores que cargaban un pecarí. Oyeron disparos procedentes del pueblo.

– Se diría que no vamos a ser los únicos en traer carne, observó Louis.

– Son armas de guerra, quizás Máuser.

Esta sola observación de Joaquín les llenó de inquietud.

Aceleraron el paso. Félix les convenció para hacer un desvío por el río: en lo alto de los rápidos, una roca dominaba el pueblo y sus alrededores, permitiría acaso saber más.

Corriendo hacia la orilla, Louis se preguntaba cómo interpretaría lo que iban a descubrir. Una concentración sería sin duda el signo de una riña entre mineros. Un ataque de Cabralzinho se traduciría por el contrario en fugitivos corriendo en todos los sentidos. Una cosa era difícil de imaginar, más aún de explicar: desde lo alto del promontorio, distinguieron claramente la ciudad con su pontón ante ella. Vacío. La Némesis había desaparecido.

Gaborit estaba angustiado, se sentía responsable por una catástrofe que no entendía. Explicó que, como todas las tardes, tras la jornada de carga, había dado tiempo libre a la tripulación. Todo el mundo había bajado a tierra, a excepción del marinero Kersaouen, que se había quedado montando guardia. Al oír los disparos, los marineros habían corrido hacia su barco. Pero era demasiado tarde: la Némesis había alcanzado el recodo del río y desaparecía tras la vegetación.

– Sólo puede tratarse de Cabral, declaró Félix.

Louis estaba estupefacto: las novelas marítimas y los relatos de piratería habían impregnado su infancia. Pero de ahí a imaginar su propio barco asaltado por unos bandidos… ¡Y en un lugar tan poco novelesco como la superficie de agua dulce de un río! ¡Mientras estaba de caza!

Le preguntó a Félix:

– ¿Le cree usted capaz de descender hasta el mar?

– Debe tener con él hombres que conocen el río. Pero verdaderos marinos, seguro que no. El cargamento es lo que le interesa. El barco, no habrá nadie que lo maneje.

– ¿Qué puede hacer?

– Lo más probable es que lo lleve un poco más río abajo. Desembarcará lo que le pueda ser útil. El resto, lo destruirá para impedir que lo recuperemos.

 

(Traducido del francés por Cristina Gaillard)

   

Página siguiente                                                    Diga qué opina de esta página  

Volver a Inicio